Amancio Ortega: «Lo peor es la autocomplacencia. En esta compañía nunca nos hemos confiado. Yo nunca me quedaba contento con lo que hacía y siempre he tratado de inculcar esto mismo a todos los que me rodean».

El líder autocomplaciente tiene poco recorrido como líder. Mejor dicho, no es buen líder. Mejor dicho aún, ni es líder ni nada parecido, ni se le espera. Es una especie de pavo real que le gusta eso, pavonearse de su plumaje y que todo el mundo se entere de sus efímeros triunfos.

La autocomplacencia es una epidemia letal y muy contagiosa. Y más presente en las empresas de lo que parece. Un líder, por llamarlo de alguna forma, que tiene una alta carga de autocomplacencia es un peligro para cualquier organización. Una vez detectado hay que desactivarlo inmediatamente o relevarlo. No queda otra. Sobre todo si tiene equipos a su cargo, por el riesgo evidente que tiene de infectar a su gente de su maldita peste. Y la experiencia indica que los jefes con inclinación a la propia complacencia contagian a quienes les rodean haciéndoles profesionales vulnerables y de resistencia frágil.

El autocomplaciente, sea o no sea jefe de algo o de alguien, tiene un umbral de resiliencia muy bajito, no está hecho para resistir y perseverar en la adversidad. Al primer obstáculo fuerte se rinde, y al primer triunfo empieza a cacarear a los cuatro vientos. Por calificarlo de forma suave el autocomplaciente es flojito. Y no interesa que perfiles así dirijan total o parcialmente los destinos de ninguna compañía, ni de ninguna organización, ni siquiera los destinos de un pequeño departamento de una pequeña empresa. Salvo que queramos debilitarla y hacerla decadente, claro.

Cuando observas alguien de este perfil decir, una y otra vez, a sus equipos «Somos los mejores», «Somos muy buenos», ponte a temblar porque tenemos un blandito delante de nosotros. Eso de estar diciendo a la gente cada dos por tres, y sin ton ni son, que son los mejores y que son muy buenos es propio de líderes más bien pusilánimes y de cortos vuelos. El exceso de elogios a los equipos es ponerles directamente en vena dosis elevadas de autocomplacencia; y ya sabemos que de aquí al declive hay un paso, y corto. Lo siento, pero así lo creo yo.

Los buenos equipos no necesitan jefes artificialmente aduladores. Prefiero los líderes que son más bien duros y exigentes con su gente. De esos siempre se aprende más y desarrollan equipos más resistentes, competitivos y eficaces. Equipos potentes y difíciles de batir por nuestros competidores. Cuando eres adulto recuerdas hasta con admiración al profesor que era exigente contigo pero que te enseñaba, y te acuerdas bien poco de aquel maestro que era indolente y permisivo en exceso.

En mi opinión, la autocomplacencia es un síntoma inequívoco de debilidad, una especie de auto consuelo y autoengaño para los mediocres. Decir de uno mismo que es bueno, y decirlo frecuentemente de sus equipos es una evidencia de su conformismo profundo. Con poco esfuerzo se conforman y necesitan pregonarlo en su entorno. No encargues tareas difíciles y de cierta envergadura a gente con ese perfil porque el riesgo de fracaso es muy alto y te pueden dejar tirado en el camino. No suelen ser buenos compañeros de viaje.

Una cosa es motivar y dar merecido reconocimiento a los equipos cuando hacen un trabajo extraordinario, con resultados incluidos, y otra es estar acariciándoles los oídos con palabras vacuas y sin sustancia, tanto si lo hacen bien como si lo hacen regular. ¡Ojo con eso!

Creo que en nuestro país somos un poco dados a la autocomplacencia en algunos ámbitos y circunstancias. A mí personalmente me ha resultado empalagoso y hasta dañino escuchar a muchos comentaristas deportivos decir este verano que la selección española de fútbol nos ha dado muchas satisfacciones y alegrías. Que el haber sido eliminados los primeros, y a la primera, del mundial de Brasil no resta mérito a su trayectoria de los últimos años. ¡Eso se llama autocomplacencia a sacos! ¡Apelar a éxitos pasados para justificar un rotundo fracaso en una competición deportiva de primer orden!

La selección española ha tenido una etapa de triunfos memorables que todos les hemos reconocido y aplaudido con entusiasmo. Triunfos de los que todos, por supuesto, hemos disfrutado y presumido. Pero eso, por sí solo, no es suficiente para tratar de tapar un fracaso como la copa de un pino. Y encima su líder, no dimite por tan sonado y público fracaso. Oiga, seamos un poco serios, las dosis de autocomplacencia colectiva utilizadas para camuflar la decepción y la derrota del mundial no son de recibo. No hay por dónde agarrarlo.

A la selección española hay que aplaudirla y premiarla cuando las cosas las hacen bien, y hay que criticarla con exigencia cuando las cosas las hacen mal. Cada cosa en su sitio y en su momento. Pero al pan, pan y al vino, vino. Nada de mojigaterías y tratar de vivir de glorias pasadas.

Los jugadores de la roja fueron al mundial de Brasil con escasa preparación y sin pizca de hambre. Con nada de hambre, con la ambición mermada y un débil espíritu de equipo ganador. Pensando más en sus propios equipos, en sus propios contratos millonarios y en los jugosos contratos de publicidad. Con demasiadas distracciones y con el compromiso justito. Y su líder, Del Bosque, sin mover mucho el banquillo para no molestar y demasiado suave con los chicos. Demasiado conservador y miedoso. Y todos los componentes de la selección con demasiados halagos en su mochila. Y por si fuera poco con las primas más altas de todos los participantes si ganaban la copa del mundo. Autocomplacencia y mimos por todos los lados y, además, al volver derrotados, autocomplacencia y comprensión de la prensa y de la mayoría de los aficionados.

Ningún rejón de castigo. Pues muy bien.

Confío que todos hayamos aprendido la lección. Los jugadores, el seleccionador no dimitido, la prensa aduladora e indolente y todos nosotros, los aficionados agradecidos y facilones.

En las empresas pasa algo parecido, cuando has tenido varios años seguidos de resultados excelentes, no puedes caer en absoluto en la autocomplacencia y relajarte pensando que tú y tus equipos sois los mejores. De eso nada, si bajas la guardia la competencia te puede dar un zarpazo y dejarte malherido durante mucho tiempo. Cada año hay que salir al mercado con más hambre si cabe que el anterior para asegurar buenos resultados, una y otra vez.

Tener varios años seguidos de extraordinarios resultados no te garantiza en absoluto que el año siguiente vaya a ser un paseo militar. Cada año tienes que prepararte mejor que el anterior para seguir compitiendo con garantías de éxito. Y tienes que expulsar de inmediato de tu alrededor a los autocomplacientes porque te conducen al fracaso, sí o sí. Es como una ciencia exacta, una ecuación algebraica que no engaña, si sacas a relucir tu autocomplacencia prepárate a gestionar tu fracaso inminente. Así de claro.

Lo contrario del líder autocomplaciente es el líder que nunca está satisfecho. El que tras alcanzar éxitos, los disfruta y vuelve a poner retos altos para conseguirlos o superarlos de nuevo, sin pavonearse ni perder tiempo y energía en «dormirse en los laureles». Es un asunto de actitud. El líder permanentemente insatisfecho nunca baja la guardia ni permite que sus equipos lo hagan. Sabe muy bien lo que se juega.

En fin, la autocomplacencia mejor para nuestros competidores y adversarios comerciales. Nosotros a lo nuestro, a trabajar duro, a reconocer y premiar a los equipos excelentes por sus resultados, a nunca estar satisfechos, y a despejar nuestro camino y el de nuestra gente de esa calamidad que se llama autocomplacencia.

Lo dicho, en cualquier ámbito, especialmente en el profesional y empresarial, de autocomplacencia la mínima, quiero decir cero. Pero cero zapatero. ¡Cero de verdad!.