Por Margarita Álvarez.

Érase una vez, en un reino muy muy lejano, un rey que quiso que sus súbditos fueran felices. Recorrió todas sus tierras, todas las aldeas de su montañoso territorio, conversó con todos los habitantes de esa curiosa nación. Y trabajó incansablemente para entender qué les hacía felices a todas aquellas personas que habitaban aquel pequeño paraíso para que pudieran vivir en el reino de la felicidad.

Quiso además que sus súbditos vivieran en una democracia para que pudieran elegir libremente a sus gobernantes. Y pidió ayuda a los mejores sabios del reino para que los niños pudieran aprender sobre felicidad en sus escuelas.

Parece un cuento, pero no lo es. Es la historia de un pequeño país en pleno Himalaya que lleva desde 1975 defendiendo que lo importante no es medir el PIB (Producto Interior Bruto) sino el FIB (la Felicidad Interior Bruta). Que trabaja para que las personas puedan alcanzar lo que para Aristóteles era el objetivo prioritario del ser humano: la Felicidad.

Por eso, siendo uno de los países más pequeños del mundo, con apenas 800.000 habitantes y sobreviviendo entre dos gigantes como son India y China, es un país mágico y especial.

Bután es uno de esos sitios que aún quedan en el planeta en el que aún te sientes como un viajero, no como un turista; en el que descubres y vives lo que no ha estandarizado la globalización. Donde sigues viviendo lugares y personas que te llevan a otro mundo.

Un lugar que te remueve y te hace cuestionarte algunas de las circunstancias que damos por establecidas en el supuesto mundo “civilizado”.

Un país en el que la televisión e internet llevan presentes apenas 20 años, aunque hoy es común encontrar a los jóvenes con sus smartphones y sus redes sociales.

Un lugar tan espectacular por sus paisajes y por su gente. Pero que no es tan sencillo visitar. EL gobierno restringe las visitas no solo en número, sino que además cobra una cantidad relevante por cada día de estancia en ese país. El argumento, preservar el impacto del turismo en el medioambiente. Y de paso consiguen mantener la magia del lugar.

Pocos sitios en el planeta respetan tanto el medioambiente. Saben que se juegan mucho con ello. Que su economía y sobre todo su forma de vida, es muy sensible a cualquier variación en el clima.

He tenido la inmensa fortuna de recorrer sus templos, algunos de ellos situados en escarpadas paredes de roca, de la mano de monjes butaneses, que te ayudan a sentir que atraviesas una dimensión diferente; de caminar por sus montañas en pleno Himalaya en la que miles de banderas de rezos budistas decoran, con sus colores, rincones sorprendentes; de alojarme en casas de personas tremendamente hospitalarias que comparten contigo no solo sus costumbres, como la poligamia, que es legal para ellos y para ellas, sino todo lo poco que tienen. He tenido la oportunidad de cenar en casa del Primer Ministro o tomar el té con la Reina. He tenido la suerte de vivir este país de la mano de su gente. Y eso deja huella. Porque el país es mágico, pero su gente aún más.

Claro que no todo es tan idílico. Tienen problemas como todos los países del planeta. Es un país en vías de desarrollo, con desempleo, con algunos casos de corrupción y con algún conflicto con países vecinos. El día a día de casi cualquier nación del mundo.

Pero nos están dando una lección al resto. Toda experiencia única que nos permita cuestionar nuestros modelos occidentales, que nos obliguen a debatir nuestra cotidianidad y todos aquellos fundamentos que damos por hecho, son bienvenidos y necesarios, para que, entre todos, hagamos un planeta mejor y sobre todo, más feliz.