A medida que va avanzando el siglo XXI, resulta más difícil hacer una defensa de la diversidad sexual, del mismo modo que resulta más difícil hacer un alegato en contra del esclavismo. Como se ha dicho tantas veces, lo más peliagudo es explicar lo obvio. En lo discutible, en lo ideológico, siempre hay ventajas que tienen sus inconvenientes y que permiten un juego dialéctico. En lo que afecta a algunas cuestiones esenciales, relativas a los derechos humanos, resulta trabajoso encontrar argumentos, porque resulta trabajoso comprender que haya argumentos en contra.

¿Cómo se le puede explicar a un racista que ser negro o ser judío no conlleva atributos humanos perniciosos? No es posible. Los juicios se pueden cambiar: los prejuicios, como decía Einstein, son más difíciles de desintegrar que un átomo.

Por eso, al menos, conviene seguir aclarando algunas cuestiones básicas de la diversidad sexual sobre las que existe una ignorancia extraordinaria. Primera: la condición sexual no es una elección. Muchos activistas del movimiento LGTBI siguen incurriendo en este error. También, por supuesto, muchos homófobos, que abominan de quienes eligieron voluntariamente su sexualidad torcida.

Yo nunca he conocido a nadie que decidiera ser homosexual, bisexual o heterosexual. Da igual —la ciencia sigue investigando— si es una condición genética o si en ella interviene el entorno social del niño en su etapa de formación temprana. El hecho cierto es que no hay elección. Y por lo tanto no hay reeducación posible.

Segundo: el género y la tendencia sexual no tienen nada que ver. Por eso hay mujeres transexuales lesbianas y hombres transexuales gays. El género y la tendencia afectan a la sexualidad, al amor y a determinados comportamientos asociados a la masculinidad y a la feminidad, pero no son la misma cosa.

Tercero: la homosexualidad no se contagia; ni por el aire, como un virus, ni por la cercanía, como las canciones pegadizas. Los homosexuales no buscan prosélitos ni hacen apología: únicamente piden respeto.

Cuarto: no hay ninguna tara, vicio o carencia asociados a la homosexualidad y a la transexualidad. Ninguna (y en esto sí que la psicología lleva décadas investigando con microscopio). Las taras, vicios y carencias —que han sido históricamente evidentes— están asociadas siempre a las dificultades de socialización de los homosexuales y los transexuales.

Es decir, las mujeres transexuales se han dedicado en un elevado porcentaje a la prostitución porque no eran aceptadas en otro tipo de trabajos, no porque lo desearan. Los homosexuales han tenido índices de inestabilidad emocional altos porque han pasado su adolescencia y su juventud fingiendo y escondiendo su propia identidad. Incluso podríamos decir que se han dedicado a la poesía, a la música clásica y al arte en general —y han brillado con talento— no porque la homosexualidad les convirtiera en personas más sensibles: fue la soledad la que lo hizo.

De modo que ni vicios, ni lacras, ni grandes sensibilidades. La tendencia sexual nos conduce únicamente a la mediocridad más absoluta (en el sentido etimológico del término). Ser homosexual sería tan vulgar como ser heterosexual si la diversidad no hubiera estado perseguida, cuestionada y despreciada.

A menudo se dice que la sociedad va por delante de la política. Es uno de esos tópicos agradecidos que nos sirven igual para resaltar el dinamismo de las sociedades en las que vivimos y para abominar ceremonialmente de los políticos.

Sin embargo, en algunos asuntos, la política ha sido quien ha extendido el movimiento a la sociedad y ha sido la sociedad quien ha ido a remolque de la política.

En cuestiones de protección a la diversidad sexual, apenas queda nada por hacer legislativa y normativamente en España. Se debería aprobar una Ley LGTBI que unifique leyes autonómicas, que incorpore de manera global el delito de odio por razones de discriminación sexual y algunas cosas más. Pero nada de eso es sustancial para determinar la igualdad.

Las carencias están en la sociedad. Las exclusiones que se mantienen son exclusiones sociales. Y por eso es ahí donde toca trabajar.

Los seres humanos, en el siglo XXI, tenemos tres grupos de pertenencia social “impuestos”: la familia, la escuela y el trabajo. En el mundo rural podría añadirse un cuarto: la propia comunidad, pequeña y cerrada sobre sí misma.

Si cualquiera de esos grupos falla en su responsabilidad de inclusión de la diversidad sexual, se resquebraja toda la arquitectura de la tolerancia.

Nadie duda de que la escuela es el pilar central sobre el que se sostienen la mayoría de los comportamientos de la sociedad. La influencia ideológica de la familia es sin duda muy poderosa, pero la escuela es el primer espacio de socialización en el que el niño ve la anchura real del mundo. ¿Y qué ha ocurrido con la diversidad sexual en la escuela? Se trata de una cuestión demasiado compleja como para simplificarla en exceso, pero podemos decir que la escuela, en algunos asuntos, se ha convertido en un apéndice de la familia, y eso dificulta o ralentiza la modernización de la sociedad.

La existencia de una asignatura de Educación para la Ciudadanía (con ese u otro nombre) ha sido sistemáticamente boicoteada por los sectores más religiosos del país, aduciendo que los padres son los que tienen el verdadero derecho a educar moralmente a sus hijos. Pero no es verdad. O no debería serlo. Los padres —por muy padres que sean— no pueden tergiversar la ciencia y no pueden apuntalar los prejuicios más rancios de la sociedad. No pueden sustentar el racismo, la xenofobia, la homofobia y el machismo en nombre de la libertad. La escuela no está solo para enseñar contenidos, sino sobre todo para imbuir valores éticos de convivencia y respeto.

El ámbito laboral es más difícil de gestionar. Salvo en lo que se refiere a protección de despidos y mobbing —algo que no siempre es fácil de determinar—, la diversidad sexual queda al albur de la buena voluntad del entorno. Como no puede ser de otra forma. Es decir, el ámbito laboral avanzará a medida que la sociedad avance. Normalizará lo que ya esté normalizado.

Es preciso reconocer, sin embargo, que en España hace tiempo que se rompió el muro más grueso del silencio. Quedan muchas empresas en las que una lesbiana o un homosexual prefieren cubrir de invisibilidad su vida privada (a un transexual le resulta casi siempre imposible) para evitar conflictos, pero lo cierto es que cada vez se actúa con más naturalidad en este sentido. Existen —una vez más— diferencias entre la ciudad y el mundo rural, entre los territorios más conservadores y los más abiertos, pero a pesar de eso hay una cierta uniformidad de tolerancia.

Las grandes empresas están obligadas a ejercer su responsabilidad social en este asunto ayudando a la visibilidad de la diversidad sexual. Hace un año tuve la ocasión de participar en un coloquio organizado por Airbus España en el que se debatía acerca de todos estos asuntos. El auditorio estaba lleno de trabajadores en su horario laboral. Y el acto, además, se retransmitía por streaming para todos sus empleados de otros centros.

El Instituto Cervantes de Madrid celebra este año por segunda vez una fiesta de la diversidad, coincidiendo con el 28 de junio: reúne a sus trabajadores de las oficinas centrales en torno a un orador y en torno a unos valores.

Estos ejemplos son solo ejemplos, que no pueden trasplantarse a cualquier empresa o institución. Pero lo que sí puede trasplantarse es la voluntad de avanzar en la normalidad. No va a ser tarea de unos pocos años. Estos cambios exigen una o dos generaciones. Pero en ese periodo no puede haber desfallecimientos.

Al final del proceso, la homofobia será como el antisemitismo: difícil de explicar y difícil de comprender. En ese tiempo habremos ganado por fin la batalla de la diversidad sexual.