Como cada año, el 7 de abril celebramos el Día Mundial de la Salud, fecha que conmemora la fundación en 1948 de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Entre sus principios esenciales se recogen el goce del grado máximo de salud como un derecho fundamental de cualquier persona, sin distinciones de ninguna clase, o la salud de todos los pueblos como condición fundamental para lograr la paz y la seguridad, dependiente de la cooperación entre las personas y los Estados. Estos principios afrontan ahora el más profundo reto de las últimas décadas debido a la pandemia originada por el Covid-19 que, a la hora de escribir estas líneas, afecta ya en mayor o menor medida a los cinco continentes.

Hoy todos los esfuerzos y las energías de la comunidad internacional, y no solo de los sanitarios, deben dirigirse al combate de la pandemia. Las cifras registradas son de más de un millón de afectados con cerca de 70.000 muertos, pero este número se quedará obsoleto en cuestión de horas. En todo caso constituyen una clara infraestimación de la realidad porque no se hacen los test diagnósticos en todos los afectados, de manera que, en países como España, en realidad habría de 5 a 10 veces más casos que los diagnosticados y declarados. Por otro lado, en muchas zonas sin infraestructura sanitaria o con gobiernos que ocultan la realidad —que aparentemente son algunos países muy relevantes—, las cifras oficiales resultan ilusorias. Todo hace pensar que son ya varios millones las personas infectadas y que van a ser muchos más en las próximas semanas.

Se trata del mayor desafío sanitario global que ha vivido el mundo en el último siglo desde la pandemia de gripe de 1918, la mal llamada «gripe española», surgida en realidad en un destacamento militar de Kansas y traída a Europa por los soldados americanos durante la Primera Guerra Mundial. Cerca del 80% de la humanidad se contagió entonces y los fallecidos se estimaron entre 20 y 50 millones de almas, sin distinción de edades, afectó tanto a niños y jóvenes como a ancianos. Fue un suceso sin duda mucho peor que la situación actual, condicionado por la ausencia de nada parecido a las infraestructuras médicas y de todo tipo de las que disponemos hoy.

Un día así y una situación como la actual sirven para resaltar sobre todo dos cosas que han quedado perfectamente patentes: por una parte, la absoluta necesidad de cualquier Estado de disponer de un sistema sanitario que cubra a toda la población y pueda hacer frente a un desafío como este. Por otra parte, la necesidad de un organismo como la OMS que coordine, lidere, proporcione protocolos y marque las pautas a seguir. Ningún país por sí solo puede salir airoso de esta pandemia porque, en un mundo tan globalizado como el actual, la posibilidad de reinfectar las zonas virtualmente libres del virus mediante las personas que se irán desplazando es una realidad insoslayable. Así lo estamos viendo ahora con los ciudadanos chinos que vuelven a su país desde Europa.

Por ello es muy preocupante —e incompatible con los principios fundamentales de la OMS— la actitud negacionista de algunos líderes políticos como los de Brasil, México o el propio presidente Trump, al menos durante los momentos iniciales de la pandemia, al obstaculizar la adopción urgente de medidas de aislamiento que se han mostrado eficaces en Asia y que parecen las únicas posibles en ausencia de una vacuna que tardará en llegar. Lo que hoy estamos viendo en Italia o España, y con una creciente y terrible intensidad en Estados Unidos, puede trasladarse en poco tiempo a zonas muy pobladas del mundo, con una cobertura sanitaria muy precaria o inexistente, anticipando una tragedia que hoy apenas se imagina.

En estos días estamos en solucionar las más acuciantes emergencias sanitarias, pero cuando esto amaine, se hará patente una nueva tormenta de consecuencias impredecibles: la crisis económica que indefectiblemente será global y que se llevará por delante millones de empleos. Implicará una merma considerable del estado de bienestar del que disfrutamos en esta parte del mundo y una más que probable catástrofe humanitaria en otras zonas más desfavorecidas. Solo un ejercicio de solidaridad transversal, sin distinción de clases sociales ni de países podría amortiguar el impacto de este tsunami, pero los signos que se perciben hasta ahora, por ejemplo, en la Unión Europea, no animan al optimismo. Sirva el Día Mundial de la Salud como recordatorio imprescindible de los principios de cooperación, solidaridad y universalidad de la salud, garantes de la paz, la prosperidad y el bienestar de todos.